Viaje al corazón del Cerro

FÚTBOL E IDENTIDAD

El director no lo citó en una redacción o un boliche, como se estila, sino que se encontraron en un estadio de fútbol, durante un partido. Mientras distraídamente miraba evolucionar a los jugadores sobre el terreno, el periodista se entusiasmaba con la propuesta del otro: escribir acerca del clásico del Cerro enfocando el asunto desde el punto de vista de la construcción de la identidad. La conversación duró tanto como el juego. A lo largo de la charla, para ilustrarlo, el director le fue desgranando una serie de anécdotas relativas a las hazañas deportivas de ambas instituciones: las giras europeas, los cracks que brillaron en ellas, los lugares emblemáticos en los que se reunían sus hinchas… El árbitro dio el pitazo final y, al retirarse, se cruzaron con un conocido del director, quien –refiriéndose al encuentro que el cuadro de sus amores acababa de perder– le comentó: “¿Viste que no tenemos conexión entre las líneas? Así no le ganamos a nadie”, señalando a su compañero de charla, el interpelado le respondió: “No sé, no me di cuenta porque estaba hablando con él”. Tampoco el periodista se había fijado en el detalle. Desde hacía rato tenía la mente ocupada en imaginar cómo escribiría el reportaje.

EL GUÍA

Para desembarcar en una territorio desconocido, nada mejor que tener un lugareño para conducir al visitante.

Valentín nació en Francia, en una familia de exiliados que huyeron de la dictadura (1973-1985). Sin embargo, desde la más tierna infancia supo de la existencia del equipo de fútbol que, según le contaba su papá, existía al otro lado del océano, en una ciudad que ni siquiera podía imaginarse –Montevideo– y en un barrio ignoto: el Cerro. Así las cosas, uno de sus primeros y más preciados recuerdos es el de aquel día en que, al cumplir cinco años, su padre le regaló la camiseta de Rampla.

Cuando, tras la restauración democrática, retornaron a Uruguay, sus padres y él –que por entonces tenía ocho años– se instalaron en la calle Perú. Por ese mismo tiempo, su viejo lo llevaba todos los fines de semana a ver al equipo rojo y verde; así empezaba a tejerse en su corazón lo que, con el transcurso del tiempo, se transformaría en pasión.

A los veintitantos, presa de la nostalgia, volvió de vacaciones a Francia y, casi sin proponérselo, terminó por quedarse allí más de una década. A pesar de la distancia, no sólo siguió a su equipo en las buenas y en las malas, sino que también se transformó en un conocedor de su rica historia.

Hace unos meses regresó a Uruguay y, en breve, espera con ansiedad vivir otra vez ese momento mágico por el que lleva esperando tanto tiempo: el clásico de La Villa.

He aquí una breve semblanza del hombre joven que una esplendorosa mañana de setiembre, mate en ristre, aguarda al periodista sentado en los escalones del Teatro Florencio Sánchez. Su misión: llevarlo a recorrer el Cerro.

LA MEJOR VISTA

Caminan por la calle Grecia hasta la esquina de Inglaterra. A una cuadra, en dirección al mar, está el Olímpico. Mientras se dirigen al escenario de innúmeras batallas futboleras, Valentín comenta con indisimulado orgullo: “Según una revista deportiva que hizo un relevamiento a nivel mundial sobre el tema, Rampla tiene uno de los estadios con mejor vista desde sus tribunas”.

La espléndida postal de la bahía de Montevideo ante los ojos de ambos no lo desmiente.

DECANATO POLÉMICO

Pasan frente al varadero: un muelle y varios barquitos puestos en seco, algunos con el casco picado por la viruela del herrumbre, que parecen asomarse al estadio contiguo. Con el brazo extendido hacia la orilla opuesta de la bahía, Valentín traza una imaginaria línea recta. “Antes, había una lancha que hacía el viaje de allá hasta acá. Y los días de partido, venía llena de hinchas; porque Rampla se fundó en la Aduana y después se mudó para este lado. Por eso, los de Cerro, aunque se creó después, dicen que el verdadero club del barrio es el de ellos, ya que nació acá. Pero nosotros cumplimos cien años, de los cuales hace más de noventa que estamos en el barrio. Además, si te fijás, en el escudo de ellos no hay ninguna imagen de este lugar y el de Rampla tiene la fortaleza”, le cuenta. Al periodista lo sorprende el detalle. Empero, su asombro crece un punto cuando su cicerone, dando muestras de una ecuanimidad que no se ve en los fanáticos irracionales, matiza: “A lo que ellos responden que es cierto, pero que está vista desde la Aduana”.

Al reemprender la marcha, todavía están riéndose.

LAS RATAS DE LOS SÁBADOS

A su izquierda, tienen el edificio del liceo 11. El guía le cuenta: “Yo estudié allí”. Y detrás de esta información sumaria viene la anécdota. “Cuando estábamos en la B y nos tocaba jugar acá los sábados, los gurises de Rampla subíamos a la planta alta del liceo para mirar el partido desde ahí. A veces, directamente nos fugábamos y, saltando a través del embarcadero, nos colábamos a la cancha. Los de Cerro, para llevarnos la contra, también se instalaban allá arriba y si, por desgracia, nos hacían un gol o perdíamos, ellos festejaban como si estuvieran en la tribuna”.

LA HISTORIA A CADA PASO

En el Cerro, alcanza con tender la vista hacia casi cualquier sitio para ver los vestigios de algún período importante de la historia de Uruguay. Están parados bajo la protectora sombra de los añosos eucaliptos de la rambla que, bordeando la medialuna de arena de la playa, va desde el club de pesca hasta la entrada al Memorial de los Desaparecidos. Al fondo, al pie de la elevación que corona la fortaleza, como si de la osamenta de un animal prehistórico se tratase, se aprecia el esqueleto del que otrora fuera uno de los frigoríficos más grandes de los que se instalaron en el barrio y marcaron su idiosincrasia: el Nacional.

“En la época de gloria de la industria de la carne –me contaba mi padre–, a la hora del cambio de turno, se veía, primero, una multitud de obreros cuesta abajo por el cerro hacia la entrada y, un momento después, otra cantidad de gente subiendo, como hormigas entrando y saliendo de un hormiguero”, rememora quien conduce al periodista. Al conjuro de estas palabras, a este último, que mira al oeste, le parece ver aquellas hileras infinitas de fantasmas vueltos de un mundo desaparecido.

PICAPIEDRAS Y CANGREJOS

“¿Cómo les dicen a ustedes los de Cerro?”. Valentín, con una sonrisa de niño pícaro, responde: “¡Ah!, ‘friyis’

y ‘picapiedras’ son los apodos más frecuentes”. “¿Y por qué?”, vuelve a la carga el periodista. “‘Friyis’ viene de la época de los frigoríficos, porque casi todos los de Rampla trabajaban en la industria de la carne. Ahora sólo los muy veteranos usan ese término”. “¿Y lo de ‘picapiedras’ tiene algo que ver con los dibujitos animados?”. “En realidad –ilustra el cicerone– lo que sucede es que en los años veinte, el dueño del varadero, un inglés de apellido Miller, donó el terreno lindero, donde se construyó el Olímpico, que antes se llamaba Parque Nelson en honor al almirante británico. Como la costa era rocosa, hubo que picar toda esa piedra para hacer la cancha y la tribuna. Y los hinchas de Rampla iban a colaborar con la tarea, que duró un tiempo largo”. “Tomá… ¿Y ustedes a ellos, cómo los llaman?”. “‘Cangrejos’, porque el Tróccoli se hizo encima de un cangrejal que había donde ahora está el estadio”.

PANORAMA DESDE LO ALTO

Están frente a la entrada al memorial. “Si seguís por ese camino, te encontrás con una cancha. Ahí, los sábados de tarde, juegan picados los veteranos de Rampla”, explica Valentín, mirando en dirección a Santa Catalina.

Luego, levanta la vista hacia la ladera tapizada de árboles que se empina hasta las blancas paredes de la fortaleza y le cuenta: “A mí me gusta preparar el mate y caminar por allí, para despejarme”. “¿Vamos?”, propone el periodista. Cuando llegan a la cima, con el corazón galopándoles en el pecho, se detienen y, tras recuperar el aliento, con la panorámica que desde allí se aprecia como un mapa en tres dimensiones desplegado ante ellos, el guía explica: “La mayoría de la hinchada de Rampla proviene del casco viejo del barrio, que se encuentra contra la bahía. De la curva para allá, todo es de Cerro; y en Cerro Norte, Casabó, Santa Catalina y los nuevos barrios que surgieron hacia el oeste y crecieron mucho desde que yo era chico hasta ahora, también. Pero nosotros compensamos el número porque tenemos hinchas por todo Montevideo”.

OTROS CLÁSICOS BARRIALES

Ahora le señala un terraplén que, a espaldas del busto del Che Guevara, empieza a quedar rodeado por una marejada de casitas humildes que trepa por la pendiente bajo la mirada insomne del ojo único del faro de la fortaleza. “Ahí está la famosa cancha de La Terraza. El otro clásico del barrio siempre fue entre este club y el Centroamérica. En los tiempos de antes, para jugarlos, dice mi viejo, había que ser guapo, porque eran de hacha y tiza”.

“¿Ves aquel techo rojo y verde, allá, casi al llegar al agua?”, interroga. El periodista asiente. “Es el del gimnasio del club Verdirrojo. Obviamente, está asociado a Rampla. Durante mucho tiempo, el clásico del fútbol tenía su correlativo en básquetbol entre Verdirrojo y Barrio Obrero, que era el club de los hinchas de Cerro. Y cuando este desapareció, algunos ‘cangrejos de alma’ pero que al mismo tiempo eran fanáticos del básquetbol y no podían vivir sin algún cuadro al que alentar, se pasaron a Verdirrojo, sin dejar de ser de Cerro”. El hombre de la prensa se queda pensando en esa hermosa paradoja.

OBREROS DEL FÚTBOL

“Allá está el puente sobre el Pantanoso”, lo saca de sus cavilaciones la voz de Valentín. “Ah, sí”, reacciona. “Me contó mi viejo que antes, en la época de las grandes luchas obreras, a la línea imaginaria que pasa por allí le llamaban ‘el paralelo 38’, haciendo referencia a la zona desmilitarizada que separó a las dos Coreas tras la guerra de los años cincuenta. En aquel tiempo, muchas veces las huelgas terminaban con la Policía queriendo entrar al Cerro, incluso con tanquetas, pero los sindicalistas la paraban con barricadas sobre el puente. Y esa identidad obrera y luchadora del barrio se reflejaba en el fútbol. Por ejemplo, en una de las huelgas grandes de la Federación de la Carne, creo que en el 69, la Mutual, a pedido de algunos de los grandes jugadores de entonces –te estoy hablando, por ejemplo, del Peta Ubiña y el Pepe Sasía–, organizó un amistoso a beneficio de los sindicalistas en conflicto”.

GRAFITIS, JUGADORES Y ÁRBITROS

Mientras descienden rumbo a la parada del ómnibus, el periodista toma nota de un detalle: en muchas paredes aparecen grafitis de Rampla o de Cerro. “Cuando alguien de un cuadro pinta uno; no tarda demasiado en aparecer otro del rival al lado o enfrente”, le explica Valentín.

Desde una esquina señala una casa: “Ahí vive Juan Martín Mujica. Pero del barrio han salido jugadores de la talla de Jorge Manicera, William Martínez, Miguel de Britos, el Loco Juan Pintos, el Beto Gil, Juan Carlos Borteiro… Cracks que hicieron historia, tanto en Cerro como en Rampla, en los grandes y hasta en la selección… También hubo varios árbitros: José Luis Martínez Bazán, Julio Matto, José Luis da Rosa… Algunos eran hinchas de Cerro y otros de Rampla, pero hay que decir que ninguno de ellos perjudicó o favoreció jamás a uno u otro”.

LA PREVIA EN EL TITO BORJAS

Llegó el gran día, en unas horas se disputa el clásico de La Villa. Poco después del mediodía, el periodista y el fotógrafo desembarcan frente al Tito Borjas. En la vereda de enfrente, junto a un medio tanque recién apagado, varios hinchas hacen tiempo charlando.

Custodiados por la mirada de pocos amigos de los locatarios, los forasteros cruzan hasta la puerta del club. Se asoman. En el interior, en torno al verde perfecto de una mesa de billar, cuatro parroquianos juegan al casín; un poco más allá, dos parejas de veteranos están enzarzadas en una partida de truco; junto a la barra, unos cuantos hombres beben. En los ojos de todos ellos, que no pierden detalle de los movimientos de los afuereños, se encienden chispas de desconfianza. Por suerte, en ese momento aparece Valentín (al que la totalidad de los presentes conoce de chico y, pese a ser de Rampla, lo aceptan como a uno de ellos). Entonces, la hostilidad se disuelve en la curiosidad que genera la idea de la nota que les cuentan los extraños.

UN REFERENTE

El cantinero, a quien todos llaman “Armenio” y tiene tatuado un escudo de Cerro en el brazo derecho, les sirve unas copas. Del otro lado del mostrador, un hombre de mediana edad empina un vaso de cerveza y, luego de hacer fondo blanco, lanza su grito de guerra: “¡Cerro, Cerro, viejas locas!”. Mientras el resto celebra la ocurrencia, Valentín comenta por lo bajo: “Es el Polvorita, un referente de la hinchada”.

CHARLA CON EL PRESIDENTE

Se acerca un señor calvo. El cicerone lo presenta: “El Pelado, Roberto Díaz”. Este los invita a salir, porque en la calle los espera el presidente de Cerro, Miguel Panosian, que acaba de llegar. Luego de los saludos de rigor, el periodista va al grano: “Comparados con los de los tiempos de su juventud, ¿cómo se viven los clásicos ahora?”. “Antes era muy diferente, podíamos sentarnos juntos en la misma tribuna. Eso hoy es imposible”, contesta con un tono de reflexiva añoranza el otro. “Dentro de poco me retiro, porque el fútbol me afecta la salud”, agrega. “No me diga”, se extraña el periodista. “Cada partido es una amenaza de infarto… imagínese hoy”, concluye Panosian.

Ahora les muestra un libro sobre Cerro, ilustrado con muchas fotos. En una página aparece el Tróccoli en todo su esplendor. “El estadio se inauguró en 1964, con un partido contra River argentino. Les ganamos 5 a 2. En River jugaron, por ejemplo, Amadeo Carrizo, al que suplantó el Loco Gatti; Roberto Matosas, Luis Cubilla, Ermindo Onega y Luis Artime… En Cerro, Troche, Miguel de Britos, Cortés, Espárrago…”, reseña el presidente. “Ese año Rampla fue vicecampeón uruguayo”, tercia Valentín, zumbón. “Y nosotros veníamos de perder aquella final del sesenta con Peñarol”, no se achica el otro, para concluir, contemporizador: “En aquel tiempo decir Cerro o Rampla era como decir Peñarol y Nacional”.

El periodista, que al pasar de las páginas ha visto una foto del mural que hizo Leopoldo Nóvoa en el exterior del Tróccoli, comenta: “¡Qué belleza!”. El presidente asiente con la cabeza y, con aire de admiración, le cuenta: “Hace un tiempo nos ofrecieron comprarlo.

¡Querían cortarlo y llevárselo entero! Pero no está en venta”.

COMO DEBE SER

Se han hecho las cuatro y media de la tarde. Los últimos parroquianos abandonan el bar. El Pelado se despide: “Voy a bañarme y vestirme prolijo para ver mi cuadro, ¡como debe ser!”, informa antes de marcharse.

AMIGOS

Mientras caminan hacia la casa de Valentín, se cruzan con media docena de vecinos: “¿Vas?”. “Claro”. Se repite el breve diálogo. Después que pasan, el guía los pone en antecedentes: “Ese es de Cerro, aquel de Rampla…”.

Cuando llegan a su casa, de la vivienda de enfrente se asoma un hombre joven con la camiseta de Cerro. “Es Gonzalo, mi amigo de la infancia”, explica el Valentín. El otro cruza y, entre chanza y chanza, deciden sacarse una foto juntos, cada cual con la casaca de su club. Al retirarse Gonzalo, el dueño de casa les cuenta: “Cuando éramos chicos, un día que nos ganaron, vino a babosearme y lo eché de casa. Nunca había sufrido tanto… A los pocos días, mi padre solucionó el asunto comprándome un banderín de Cerro en el que me hizo escribirle unas palabras sobre nuestra amistad”.

LOS OTROS HINCHAS

Llegan temprano al Olímpico. Han ido por Turquía, porque los de Cerro entran por la parte de arriba. Tienen tiempo. Valentín, que se ha puesto la camiseta de Rampla y una campera por encima, propone: “Vamos hasta la esquina a ver cómo está la cosa”. Nada más llegar a Grecia, un joven vestido de negro se les viene encima y, tras gritarle un insulto irreproducible, le espeta a Valentín: “¿Estás buscando la reacción?”. Los de la prensa y su guía piensan que se trata de un ex compañero de este último que le gasta una broma. Pero cuando otros dos o tres energúmenos se vuelven hacia ellos con gesto amenazante, deciden que ha llegado la hora de retirarse. Mientras apresuran sus pasos de vuelta al estadio, el periodista echa una última mirada por Grecia hacia México, por donde baja una multitud albiceleste. Como un grito mudo que quiere advertirles que otra forma de vivir el fútbol es posible, en lo alto de una pared ve el cartel de la pizzería llamada RamCer.

A LA HORA SEÑAL

“¡Pi-ca-piedra! ¡Pi-ca-piedra!”, ruge una tribuna;

“¡Cerro, Cerro!”, le contesta la de enfrente. Nubes

de papel picado, estruendo de petardos, banderas al viento, serpentinas, bengalas encendidas. El juez pita. La pelota rueda. Vuelve a palpitar el corazón futbolero del Cerro.

_Luis Morales

Los dos amores

Ya la primera vez que la vio quedó prendado de su belleza. Lo recor-daría el resto de su vida. Era un 6 de enero, luminoso, había salido con todo su orgullo a mostrarle al barrio el equipo completo: camiseta al-biceleste, pantalón y medias negras, y hasta aquellos championes con tapones venidos de contrabando desde el Chuy.

Era a comienzos de los setenta, Cerro lucía aquel equipo que recorda-ría siempre, con la habilidad de Jorge Laclau, la presencia de José Ger-vasio Gómez, la garra del Bolita Arispe, el Sandía Kenez, Juan Vicente Morales, la velocidad del Felipe Galarraga, entre otros. Algunos de ellos campeones con el Defensor del 76.

La camiseta tenía pintado el 10 con drypen y él se paraba como un crack saludando a todos los vecinos que le gritaban haciendo referen-cia a un tal Pintos que él no llegó a conocer. Por eso y porque quedó impactado por esos mechones rubios que el viento tibio de enero ha-cía jugar como los flecos de una cometa no reparó en la nueva bicicle-ta, producto de otros zapatitos, colorada con vivos verdes, en la que pasó montada “la rusita”.

La reencontró en el liceo, en el 11, estaban en clases distintas pero no podía sacarle los ojos de encima en cada recreo. Ella lo ignoraba, fiján-dose en el galancito de un par de generaciones más arriba.

La primera vez que la abrazó fue el día que vino llorando porque se habían llevado a su padre por comunista. Él ya hacía tiempo que iba a la visita del penal a ver a su viejo, preso por tupa. Ambos obreros frigo-ríficos, su padre del Artigas, el de ella del Nacional.

El destino los juntó de nuevo en un baile del Rowing. Después de su clase de boxeo con Pedro Carrizo iba a hacer tiempo a una barra to-mando su clásico medio y medio, caña con vermouth, también para darse valor. La vio en la pista de música tropical haciendo alarde de su capacidad sensual de menear su cadera. Él, más duro que una roca de granito, la convenció de ir a la pista de lentos, donde la habilidad del disc jockey era la de dar vuelta el casete sin que se notara el límite de continuidad en el pasaje de música.

Hablaron de todo, menos de fútbol, ¿para qué? Pensó: demasiadas di-ferencias. Sin embargo, con el amanecer a sus espaldas, se fueron de la mano y borrachos de besos, caminando desde la Aduana hasta el Cerro. Recordó todo esto justo antes de entrar ese domingo a ser presentado a la familia como novio formal. Estaba tan nervioso como con el hecho que después de muchísimo tiempo se daba ese día el clásico de la villa. Al entrar empalideció al ver sobre las paredes junto a los banderines respectivos las fotos de diferentes equipos de Rampla.

Soportó el examen exhaustivo, las preguntas una tras otras que le “medían el aceite”. El ruso viejo imponía cuando menos respeto, cuan-do no simplemente susto. Hizo alarde de su capacidad de autocontrol. Hasta que la lluvia de halagos al equipo rojo y verde y el desprecio a su glorioso villero albiceleste le nubló la vista. Enrojeció hasta las orejas, se paró y sin poderlo contener, desde el corazón y con todos sus pul-mones le salió el histórico grito capicúa: ¡Cerro, Cerro!

_Andrés Berterreche

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Suscribase

Notas:

1995, SUPIERON CUMPLIR

Hace treinta años que se realizó por última vez...

Juan Álvez, crack en valores (Parte II)

Continuamos con la segunda y última parte de la...

Juan Álvez, crack en valores (Parte I)

Casavalle, Unión, Salinas. Tres lugares en 42 años de vida. No parecen mucho. Wanderers, Liverpool, Peñarol, Fénix. Ya 22 años en primera división. Cuatro camisetas en su larga carrera. No parecen mucho. Pero sí son mucho para Juan Álvez. Porque lo importante para Juan pasa por otros lados.

Por amor a la camiseta

Tiene que pagar para jugar, entrena en canchas de tierra y debe hacer frente a todo tipo de prejuicios. Pero las ganas se anteponen a cualquier obstáculo, y ella elige este deporte pese a las malas condiciones. Publicada en mayo-junio de 2015

Mi viejo es un gol.

En el Paladino, 16 años atrás Hoy hace exactamente dieciséis...
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